IRLANDA
Y LAS TELAS DE ARAÑA
Hace unos años, cuando era estudiante
universitaria, tuve la gran suerte de estar unos meses viviendo en Irlanda
gracias a una Beca Erasmus de intercambio de estudiantes, programa al que la
facultad en la que estudiaba se adscribía por primera vez.
Para mí, aquel tiempo fue muy especial
y después de varios años todavía atesoro en mi memoria maravillosos recuerdos
de los momentos mágicos que allí viví. Los más especiales fueron los que
disfruté en un pequeño bosque que había justo al lado de la Universidad de
Coleraine, lugar en el que estuvo mi destino en aquel último cuatrimestre del año.
No fue mucho tiempo pero sí el
suficiente como para que algo en mí cambiara por dentro y a partir de ese
momento sintiera mi reconexión con la Madre Tierra y todos sus elementos, con
una fuerza y una magia que no recuerdo haber experimentado con tanta intensidad
como me pasó allí.
Claro que lo que para nosotros es un “bosque”,
en Irlanda lo conocen con el nombre de “parque”. Sobre todo éstos que forman
parte del “mobiliario” urbano por hallarse dentro de la ciudad.
Recuerdo aquel bosque como un lugar
mágico, mágico de los de verdad, un bosquecito muy húmedo, con un aroma
característico e inolvidable a madera, a humedad, a sándalo, a libertad…, a
algo que todavía respiro y siento, pero que me resulta difícil de definir con
simples palabras.
Los árboles eran enormes, con unos
troncos impresionantes, vestidos de un musgo verde muy intenso que con la lluvia
diaria, mantenía ese color verde oscuro tan particular, tan profundo, tan
limpio, tan sabio y profundamente sanador.
Cuando quiero recordar esos tonos
verdes me asomo a la profundidad de mis ojos, cuyo color varía en una amplia
gama de verdes según el momento del día, la estación, mi estado de ánimo, el
maremágnum de mis emociones, o de cómo se encuentre mi Alma en ese momento. A
simple vista son unos ojos normales, no son los típicos ojos de color verde
claro (como los de mi padre o mis dos hermanos), son particulares, cambiantes,
podría decirse que hasta resultan divertidos. Y a mí, que sé todas estas cosas
de ellos, me gusta observarlos porque ellos me dicen mucho de mí misma, de lo
que soy, de lo que fui y de lo que seré… Me susurran lo que han visto, lo que
han imaginado, lo que han soñado y, me devuelven su mirada, a veces triste,
otras profundamente alegre, indiscutiblemente viva y con ganas de seguir
observando, viendo y viviendo. Los ojos de un ser aprendiendo continuamente de
sus experiencias humanas, expresando todo tipo de emociones y transmitiendo
todo lo que es con todas las formas posibles de expresión que es capaz de crear y compartir.
Unos ojos normales. Como cualquier ojo
que mira, ve, sueña, sonríe y llora sus alegrías, logros y penas. Como
cualquier ojo decidido a transformar en belleza todo lo que su retina es capaz
de capturar en cada momento. Como cualquier ojo decidido a mirar y a ver más
allá de lo que las apariencias muestran y de escudriñar lo invisible para
hacerlo visible a esos otros ojos que se hallan en el alma y hablan a través
del corazón.
Pero “mis ojos” en Irlanda eran unos
ojos peculiares e inesperados. Por mi aspecto físico, piel clara y una larga
melena rubia, todos esperaban encontrarse con unos ojos azules. Sin embargo, al
mirarlos, los descubrían oscuros, de un tono difícil de determinar según qué
momentos. Y como no es “educado” quedarse mirando fijamente a alguien, los
imaginaban marrones. Algo que les gustaba mucho, pues allí ocurre lo contrario
de lo que suele pasar aquí. Un 99% de la población tiene los ojos azul clarito
y encontrar algo diferente es sorprendente y como suele ser habitual, lo que no
tenemos es lo que más nos suele gustar.
Os diré que en aquellos meses húmedos y
grises donde los pálidos rayos del astro rey se mostraban huidizos y ralos, mi
largo cabello se convirtió en mi sol particular, en mi timón, en mi referente,
en mi anclaje. Porque debo confesar que pese al olor a tierra mojada, a hierba
húmeda, a la corteza de los árboles recién bañada por la lluvia y a los
preciosos arcoíris que nos regalaba el cielo constantemente. De tanto en tanto,
echaba de menos el sol cálido, brillante y vibrante del Mediterráneo, el azul
del cielo, las nubes blancas y el tono aguamarina del mar.
Os cuento una anécdota que he recordado
a colación “del color de mis ojos”. Estábamos en una fiesta de estudiantes que
celebraba la Universidad para dar la bienvenida a todos los estudiantes Erasmus
procedentes de diversos países europeos. Mi inglés nunca ha sido
excepcionalmente bueno, pero aquella conversación que escuché, sin pretenderlo,
la entendí a la perfección. Había un grupo de gente inmerso en una conversación,
me sorprendí cuando me di cuenta que hablaban sobre mí. Se preguntaban unos a
otros si alguien me conocía y de dónde era yo. Escuché un “She has brown
eyes! (¡tiene los ojos marrones!)”. Equivocación, son verdes cambiantes,
¡qué le voy a hacer! ¡Mis ojos tampoco querían ser “normales”! Al final
decidieron que debía ser “francesa”, porque ni era italiana, ni tenía pinta de
portuguesa, ni podía ser “evidentemente”, según ellos, española, simplemente
por el hecho de que no les encajaba en el “prototipo y concepto establecido que
tenían de una española”. Me limité a sonreír de espaldas a ellos, pero no quise
desvelar aquella información, además hubiera sido participar en una
conversación a la que, aunque se hablara de mí, no había sido invitada.
¡La gente siempre imaginando,
suponiendo e inventándose la vida de los demás! ¡Con lo fácil que hubiera sido
que me preguntaran directamente a mí para salir de dudas!
En fin, vamos avanzando, veinte años
después de aquél suceso seguimos especulando, haciendo suposiciones e
inventándonos la vida de los demás porque mirar la nuestra es demasiado
arriesgado…
Volviendo al bosque, recuerdo el arroyo
que lo atravesaba y el pequeño puente de madera en el que era capaz de quedarme
horas y horas observando y escuchando el discurrir del agua y su sinfonía
celestial. Recuerdo la blanda hierba atenuando las pisadas… y sobre todo
recuerdo esos momentos mágicos de conexión con la Tierra y con el Cielo, con
los elementos, con el mundo de los elementales, con los gnomos, los duendes,
los elfos y las hadas…
En ese pequeño bosque, por el que procuraba
pasar todos los días de camino a mis clases, había una enorme y preciosa tela
de araña tejida en mitad de la nada.
La recuerdo como uno de esos bellos
regalos que te ofrece la Naturaleza y que permanece en ti para toda la vida. No
podéis imaginaros la de veces que, a lo largo de mi vida, he vuelto a aquel
lugar a revivir esos momentos de conexión y a permitirme sentir de nuevo. No
con añoranza, no como si no hubiera querido que pasara el tiempo, no como si
estuviera estancada en el pasado sin deseos de avanzar, sino más bien como un
respiro, como tomar una inhalación con un nuevo soplo de aire fresco y colorido,
para seguir viviendo mi presente con mucha más fuerza y alegría.
Después de tanto tiempo, cierro los
ojos y puedo verla, aún puedo ver esa tela de araña cubierta de gotitas de
rocío. Me encantaba observarla desde distintos ángulos y me maravillaba al ver
esos hilitos plateados tan finos, trazados con tanta perfección y simetría,
perlados de gotitas que relucían como si fueran pequeños diamantes. A veces las
veía precipitarse hacia el suelo, sin preocuparse demasiado por su destino,
como si lo mejor de su existencia fuera justo ese momento mágico que me
regalaban en ese instante y observar mi rostro asombrado y sonriente fuera el
mejor regalo que se llevaban con ellas al golpear el suelo y disolverse en la tierra, haciéndose una con ella.
Ahora me doy cuenta que las gotitas de
agua nunca mueren, siempre están, se transforman continuamente pasando por
distintos estados, aceptándolos y siendo felices en cualquiera de ellos porque
saben que en ellas, por diminutas que sean, se encuentra el océano al completo.
Estoy totalmente convencida que allí
recogí y potencié parte de la magia que acompaña a mi vida desde que tengo
recuerdos.
Aquel tiempo en Irlanda, fue una
estación otoñal de “momentos”, allí aprendí que el tiempo podía detenerse en un
segundo si tú frenabas las prisas de cada día y te parabas para observar todo
cuanto te rodeaba como si fuera único y mereciera de toda tu atención . Después
cerrabas los ojos y simplemente te permitías ser tú mismo y sentir. Sentir sin
ruido, sentir sin prisas, sentir con el alma conectada a tu ser, sentir con amor desde el amor, desde el corazón.
¿Habéis detenido alguna vez el tiempo? ¿Habéis
vivido en algún momento el tiempo sin tiempo? ¿El tiempo del no tiempo? Si no
lo habéis hecho, deberíais probar alguna vez a hacerlo. Es una experiencia única,
mágica, inolvidable.
Un momento sin tiempo se da justo en
ese instante de abandono, en ese segundo en el que el pasado y el futuro se fusionan
para convertirse en uno. Cuando sólo tienes el aquí y el ahora unidos en el
presente, en un único momento. Justo ahí es cuando consigues detener el tiempo
y comienzas a escuchar y sentir todo cuanto te rodea… Como el rumor del agua de
cualquier arroyo discurriendo alegre y cantarina, sin necesidad de buscar nada,
simplemente dejándose fluir y disfrutando de su paseo, amoldándose a los
cambios de su cauce sin resistencia… y sin dejar de cantar en su transcurrir,
como si no pudiera dejar de ser y sentirse feliz, cualquiera que fuera su
circunstancia.
O bien, cuando de repente escuchas el
suave murmullo de la voz de un duende, que desde alguna parte, te susurra al
oído: “¿Crees en la magia? Porque la magia existe… mira a tu alrededor y dime
si lo que ves no es mágico”, mientras deja en tu mano un trébol fresco y verde
de cuatro hojas para desaparecer en una milésima de segundo, antes incluso de
ser consciente de lo que te ha sucedido.
O incluso cuando penetra en ti ese
canto risueño y armónico que emiten las hadas ensayando una de sus múltiples melodías
mientras se divierten en medio de ninguna parte, ajenas al hecho de estar
siendo observadas por los ojos de la ilusión de un palpitante corazón humano…
O cuando te quedas muy quieto, en
silencio y escuchas el latido palpitante del corazón de la Pachamama. Los
tambores de la Tierra sonando rítmicamente desde el mismo centro del planeta. Y
sientes esa conexión con el útero, con la matriz de Gaia, con sus raíces, con tus
entrañas. Cada pulsación conectada a un linaje que se unen en ti para despertar
al indígena, al chamán que duerme, al esenio, al celta, al egipcio, al vikingo…
Y lo más primitivo se une a lo más moderno para mostrarte lo más sagrado de tu
esencia divina.
También cuando sientes la hierba húmeda
y esponjosa crecer muy despacio bajo la plantas de los pies, acariciando la
piel, cosquilleándola… ¡Oh! ¡Cuántas veces me dejé caer en aquella hierba
riendo como una niña!, rindiéndome al placer del momento, sin querer pensar si
aquello era o no correcto. Permitiéndome soltar algunas limitaciones mentales, algunos
patrones familiares, ancestrales; quizá por primera vez, sobre lo que es
correcto o lo incorrecto, o sobre cómo debe o no ser el comportamiento más
adecuado de “una dama”…
En Irlanda fui libre por primera vez en
mi vida y eso me hizo darme cuenta de cuán atados estamos y cuán dependientes vivimos
a las limitaciones impuestas por los demás, por la educación, por nosotros
mismos. Pues aún pudiendo hacer lo que quisiera, porque nadie me conocía y mi
tiempo allí iba a ser muy breve en comparación con toda una vida, algo dentro
de mí me impedía traspasar algunos de esos límites mentales ancestrales. Ahora
creo que tal vez fue por una lealtad mal entendida.
Y también detienes el tiempo cuando te
permites sentir el sol entibiándote la piel, un sol tenue, tímido, casi siempre
escondido entre las nubes. Nubes con las emociones a flor de piel, siempre dispuestas
a lloviznar, para regalarte después un precioso arcoíris de colores. Quizá
dándonos a entender que cuando somos capaces de superar un obstáculo que nos
hace aprender, siempre el Universo nos obsequia con un gran regalo de colores y
alegría para bendecir nuestra vida. Con una puerta mágica llena de color que
nos reconecta con nuestros orígenes divinos.
Y sentir esa lluvia finita caer sobre
ti, esas gotitas algo más que frescas acariciando tu rostro, con los brazos en
cruz, mirando al cielo y el chubasquero, medio caído, cubriendo el resto de tu
cuerpo, rendición total y absoluta… ¡Qué instante mágico! Todo sentir, todo
unión, todo conexión con lo más íntimo y divino que anida en nuestro corazón.
A modo de anécdota contaré que en el lugar
donde estuve viviendo el paraguas no era muy efectivo que digamos, ni muy
funcional, el constante viento de Portrush y Portstewart no le permitía cumplir
con su función. Recuerdo que mi compañera de casa compró varios y siempre
acababan volando del revés y ella detrás de ellos. Yo sin embargo, decidí
rendirme a sentir esa lluvia más directamente sobre mí. Y fue hermoso aprender
a andar bajo la lluvia cubierta tan sólo por un gran chubasquero de colores
rosados, morados y amarillos (bien colorida, para no perderme o por si me
perdía). Es como si al quitarnos capas el agua pudiera llegar más hondo dentro
de nosotros y nos ayuda a limpiarnos más profundamente hasta el punto de poder
quedar totalmente desnudos ante la vida, no solo desnudos físicamente (que es
un gran ejercicio de aceptación, de reconocimiento y entrega, pero al fin y al
cabo relativamente fácil), sino desnudos de Alma, rendidos a lo que somos, a
nosotros mismos, sin vergüenza de mostrar nuestro interior tal como es, sin
preocuparnos por cómo van a pensar o sentir los demás hacia nosotros al ver
tanto lo que hay dentro, como lo que hay fuera.
Aquél fue un tiempo de disfrute y de descubrimientos,
descubrí que la soledad es engañosa, no es la ausencia de personas amadas a tu
alrededor, sino más bien un estado del alma, y yo, aun estando sola, me sentía
libre, feliz y acompañada, tan sólo atada a mis pensamientos limitantes (o
principios arraigados, algunos de ellos incluso ancestrales) que me impedían
fluir más libremente, como hubiera hecho ahora. Y es que, como ya hemos
mencionado, cuesta eliminar el lastre del pasado, separarse de los patrones
educativos, familiares y sociales con los que hemos crecido y entender que nada
es bueno o malo, sino que todo depende de la actitud que cada cual elija en
cada momento de su vida para resolver, de la mejor manera posible, aquello con
lo que se encuentra. Porque de lo que trata la vida principalmente es de vivir
en paz todos sus acontecimientos y sus momentos. Y cuando te das cuenta que no
estás en paz, que te has salido de la paz, es cuando descubres cuál es el
trabajo que tienes que hacer contigo mismo. Cada uno de nosotros está viviendo
un momento consciencial diferente dependiendo de su estado evolutivo, por tanto,
debemos desapegarnos de la crítica y el juicio y aceptar a cada uno como es.
Por otro lado, no debemos olvidarnos de
agradecer siempre por la experiencia que la vida nos regala con tanta
amabilidad, y que cada uno de nosotros ha de transformar en su aprendizaje, del
modo más adecuado y más provechoso posible.
El sentimiento de soledad es superado
cuando te das cuenta de que lo mejor que te puede pasar en la vida es aprender
a estar contigo mismo y sentirte bien por ello. Así, cuando decidas establecer
relaciones con otras personas, tendrás la seguridad de que las buscas por
compatibilidad y tus deseos de compartir y hacerte más grande junto a ellas y
no por dependencias y/o carencias de aquello que no nos hemos sabido dar a nosotros
mismos.
¡Es tan importante dejarnos fluir,
permitirnos ser con todas las consecuencias de nuestro SER! ¡A veces somos tan
sumamente duros con nosotros mismos! Nos cuesta tanto perdonarnos por lo que
consideramos “errores” en lugar de ver en ello aprendizaje, evolución y
crecimiento. Y si somos tan insensibles y virulentos con nuestro propio ser
¿cómo podemos dejar de serlo con los demás? Únicamente cuando aprendemos a
amarnos, a respetarnos y a perdonarnos a nosotros mismos, somos capaces de
ofrecer amor y perdón sinceros al resto del mundo.
Descubrí la importancia de lo sencillo
y lo simple y cuánto te pude llegar a enriquecer lo más pequeño que te puedas
imaginar. Como aquella tela de araña. Comprendí que realmente de las cosas
pequeñas están hechas las cosas grandes y que el tamaño de la grandeza de algo
depende de la mente humana y de cómo ésta deforma la percepción de su realidad
cuando se centra más en el afuera que en lo que viene desde dentro.
Disfruté cada día de ese pequeño bosque
que formaba parte de mi vida, lo disfruté hasta el punto que fue mi primera
inspiración para escribir y aún lo recuerdo cada día porque quizá lo que más me
enseñó fue a empezar a estar en mí, a disfrutar de mí y de lo que la naturaleza
me ofrecía olvidándome del pasado, sin necesidad de crear un futuro,
simplemente de vivir aquel momento y atesorarlo en mi corazón para disfrutarlo
siempre. Debo reconocer que sigo visitando ese bosque aunque no he vuelto a
Irlanda desde entonces. Ese bosque es el lugar preferido al que me dirijo a
veces en mis meditaciones. Allí me pierdo y allí vuelvo a encontrarme con lo
que soy, con mi esencia divina, es como mi pequeño paraíso personal aquí en la
Tierra, mi portal de conexión con ese lugar en las estrellas del que realmente
procedo.
Aprendí que no es necesario conocer a
alguien realmente para sentir que le “conoces” de toda la vida. Basta una sola
mirada, unas pocas palabras, un simple saludo, una sonrisa… para que tu alma
recuerde que había pactado ese encuentro y que durante ese momento seréis un
apoyo el uno en el otro. Un pacto de almas para vivir sólo aquél momento,
aquella estación, aquella experiencia. Pero con un recuerdo que evoca una
sonrisa dulce y eterna.
Son tan hermosos todos mis recuerdos… y
ahora, después de un tiempo es cuando me doy realmente cuenta de todo lo que
aprendí, de todo lo que disfruté en aquella etapa de mi vida que, a la vez que
se aleja en el tiempo, se aproxima cada vez más en el recuerdo. Y es que sé que
tengo que reconectar de nuevo con aquellos momentos que me llevarán a otros que
me están esperando para recuperar dones de otros tiempos.
Para terminar y como una nueva anécdota,
os diré a los que no lo sabéis que los irlandeses no tienen por costumbre matar
o echar a las arañas de sus hogares, sino todo lo contrario, las arañas son un
símbolo de abundancia y prosperidad. Cuando alguna de ellas decide aparecer en un
hogar irlandés es más que bienvenida. Tal vez por esa razón, las telas de araña
en Irlanda sean mágicas, para mí lo son, son un mandala perfecto tejido con
hilos de plata a los que la aurora les regala besos de diamantes para ensalzar
su belleza y a mí me enamoran esos pequeños gestos y regalos de la Madre Tierra.
©Paqui Sánchez
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©Ahava Iesu
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