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miércoles, 24 de septiembre de 2014

IRLANDA Y LAS TELAS DE ARAÑA

  
IRLANDA Y LAS TELAS DE ARAÑA

Hace unos años, cuando era estudiante universitaria, tuve la gran suerte de estar unos meses viviendo en Irlanda gracias a una Beca Erasmus de intercambio de estudiantes, programa al que la facultad en la que estudiaba se adscribía por primera vez.

Para mí, aquel tiempo fue muy especial y después de varios años todavía atesoro en mi memoria maravillosos recuerdos de los momentos mágicos que allí viví. Los más especiales fueron los que disfruté en un pequeño bosque que había justo al lado de la Universidad de Coleraine, lugar en el que estuvo mi destino en aquel último cuatrimestre del año.

No fue mucho tiempo pero sí el suficiente como para que algo en mí cambiara por dentro y a partir de ese momento sintiera mi reconexión con la Madre Tierra y todos sus elementos, con una fuerza y una magia que no recuerdo haber experimentado con tanta intensidad como me pasó allí.

Claro que lo que para nosotros es un “bosque”, en Irlanda lo conocen con el nombre de “parque”. Sobre todo éstos que forman parte del “mobiliario” urbano por hallarse dentro de la ciudad.


Recuerdo aquel bosque como un lugar mágico, mágico de los de verdad, un bosquecito muy húmedo, con un aroma característico e inolvidable a madera, a humedad, a sándalo, a libertad…, a algo que todavía respiro y siento, pero que me resulta difícil de definir con simples palabras.

Los árboles eran enormes, con unos troncos impresionantes, vestidos de un musgo verde muy intenso que con la lluvia diaria, mantenía ese color verde oscuro tan particular, tan profundo, tan limpio, tan sabio y profundamente sanador.

Cuando quiero recordar esos tonos verdes me asomo a la profundidad de mis ojos, cuyo color varía en una amplia gama de verdes según el momento del día, la estación, mi estado de ánimo, el maremágnum de mis emociones, o de cómo se encuentre mi Alma en ese momento. A simple vista son unos ojos normales, no son los típicos ojos de color verde claro (como los de mi padre o mis dos hermanos), son particulares, cambiantes, podría decirse que hasta resultan divertidos. Y a mí, que sé todas estas cosas de ellos, me gusta observarlos porque ellos me dicen mucho de mí misma, de lo que soy, de lo que fui y de lo que seré… Me susurran lo que han visto, lo que han imaginado, lo que han soñado y, me devuelven su mirada, a veces triste, otras profundamente alegre, indiscutiblemente viva y con ganas de seguir observando, viendo y viviendo. Los ojos de un ser aprendiendo continuamente de sus experiencias humanas, expresando todo tipo de emociones y transmitiendo todo lo que es con todas las formas posibles de expresión que es capaz de crear y compartir.

Unos ojos normales. Como cualquier ojo que mira, ve, sueña, sonríe y llora sus alegrías, logros y penas. Como cualquier ojo decidido a transformar en belleza todo lo que su retina es capaz de capturar en cada momento. Como cualquier ojo decidido a mirar y a ver más allá de lo que las apariencias muestran y de escudriñar lo invisible para hacerlo visible a esos otros ojos que se hallan en el alma y hablan a través del corazón.

Pero “mis ojos” en Irlanda eran unos ojos peculiares e inesperados. Por mi aspecto físico, piel clara y una larga melena rubia, todos esperaban encontrarse con unos ojos azules. Sin embargo, al mirarlos, los descubrían oscuros, de un tono difícil de determinar según qué momentos. Y como no es “educado” quedarse mirando fijamente a alguien, los imaginaban marrones. Algo que les gustaba mucho, pues allí ocurre lo contrario de lo que suele pasar aquí. Un 99% de la población tiene los ojos azul clarito y encontrar algo diferente es sorprendente y como suele ser habitual, lo que no tenemos es lo que más nos suele gustar.




Os diré que en aquellos meses húmedos y grises donde los pálidos rayos del astro rey se mostraban huidizos y ralos, mi largo cabello se convirtió en mi sol particular, en mi timón, en mi referente, en mi anclaje. Porque debo confesar que pese al olor a tierra mojada, a hierba húmeda, a la corteza de los árboles recién bañada por la lluvia y a los preciosos arcoíris que nos regalaba el cielo constantemente. De tanto en tanto, echaba de menos el sol cálido, brillante y vibrante del Mediterráneo, el azul del cielo, las nubes blancas y el tono aguamarina del mar. 

Os cuento una anécdota que he recordado a colación “del color de mis ojos”. Estábamos en una fiesta de estudiantes que celebraba la Universidad para dar la bienvenida a todos los estudiantes Erasmus procedentes de diversos países europeos. Mi inglés nunca ha sido excepcionalmente bueno, pero aquella conversación que escuché, sin pretenderlo, la entendí a la perfección. Había un grupo de gente inmerso en una conversación, me sorprendí cuando me di cuenta que hablaban sobre mí. Se preguntaban unos a otros si alguien me conocía y de dónde era yo. Escuché un “She has brown eyes! (¡tiene los ojos marrones!)”. Equivocación, son verdes cambiantes, ¡qué le voy a hacer! ¡Mis ojos tampoco querían ser “normales”! Al final decidieron que debía ser “francesa”, porque ni era italiana, ni tenía pinta de portuguesa, ni podía ser “evidentemente”, según ellos, española, simplemente por el hecho de que no les encajaba en el “prototipo y concepto establecido que tenían de una española”. Me limité a sonreír de espaldas a ellos, pero no quise desvelar aquella información, además hubiera sido participar en una conversación a la que, aunque se hablara de mí, no había sido invitada.

¡La gente siempre imaginando, suponiendo e inventándose la vida de los demás! ¡Con lo fácil que hubiera sido que me preguntaran directamente a mí para salir de dudas!

En fin, vamos avanzando, veinte años después de aquél suceso seguimos especulando, haciendo suposiciones e inventándonos la vida de los demás porque mirar la nuestra es demasiado arriesgado…


Volviendo al bosque, recuerdo el arroyo que lo atravesaba y el pequeño puente de madera en el que era capaz de quedarme horas y horas observando y escuchando el discurrir del agua y su sinfonía celestial. Recuerdo la blanda hierba atenuando las pisadas… y sobre todo recuerdo esos momentos mágicos de conexión con la Tierra y con el Cielo, con los elementos, con el mundo de los elementales, con los gnomos, los duendes, los elfos y las hadas…

En ese pequeño bosque, por el que procuraba pasar todos los días de camino a mis clases, había una enorme y preciosa tela de araña tejida en mitad de la nada.

La recuerdo como uno de esos bellos regalos que te ofrece la Naturaleza y que permanece en ti para toda la vida. No podéis imaginaros la de veces que, a lo largo de mi vida, he vuelto a aquel lugar a revivir esos momentos de conexión y a permitirme sentir de nuevo. No con añoranza, no como si no hubiera querido que pasara el tiempo, no como si estuviera estancada en el pasado sin deseos de avanzar, sino más bien como un respiro, como tomar una inhalación con un nuevo soplo de aire fresco y colorido, para seguir viviendo mi presente con mucha más fuerza y alegría.

Después de tanto tiempo, cierro los ojos y puedo verla, aún puedo ver esa tela de araña cubierta de gotitas de rocío. Me encantaba observarla desde distintos ángulos y me maravillaba al ver esos hilitos plateados tan finos, trazados con tanta perfección y simetría, perlados de gotitas que relucían como si fueran pequeños diamantes. A veces las veía precipitarse hacia el suelo, sin preocuparse demasiado por su destino, como si lo mejor de su existencia fuera justo ese momento mágico que me regalaban en ese instante y observar mi rostro asombrado y sonriente fuera el mejor regalo que se llevaban con ellas al golpear el suelo y disolverse en la tierra, haciéndose una con ella.



Ahora me doy cuenta que las gotitas de agua nunca mueren, siempre están, se transforman continuamente pasando por distintos estados, aceptándolos y siendo felices en cualquiera de ellos porque saben que en ellas, por diminutas que sean, se encuentra el océano al completo.

Estoy totalmente convencida que allí recogí y potencié parte de la magia que acompaña a mi vida desde que tengo recuerdos.

Aquel tiempo en Irlanda, fue una estación otoñal de “momentos”, allí aprendí que el tiempo podía detenerse en un segundo si tú frenabas las prisas de cada día y te parabas para observar todo cuanto te rodeaba como si fuera único y mereciera de toda tu atención . Después cerrabas los ojos y simplemente te permitías ser tú mismo y sentir. Sentir sin ruido, sentir sin prisas, sentir con el alma conectada a tu ser, sentir con amor desde el amor, desde el corazón.

¿Habéis detenido alguna vez el tiempo? ¿Habéis vivido en algún momento el tiempo sin tiempo? ¿El tiempo del no tiempo? Si no lo habéis hecho, deberíais probar alguna vez a hacerlo. Es una experiencia única, mágica, inolvidable.

Un momento sin tiempo se da justo en ese instante de abandono, en ese segundo en el que el pasado y el futuro se fusionan para convertirse en uno. Cuando sólo tienes el aquí y el ahora unidos en el presente, en un único momento. Justo ahí es cuando consigues detener el tiempo y comienzas a escuchar y sentir todo cuanto te rodea… Como el rumor del agua de cualquier arroyo discurriendo alegre y cantarina, sin necesidad de buscar nada, simplemente dejándose fluir y disfrutando de su paseo, amoldándose a los cambios de su cauce sin resistencia… y sin dejar de cantar en su transcurrir, como si no pudiera dejar de ser y sentirse feliz, cualquiera que fuera su circunstancia.

O bien, cuando de repente escuchas el suave murmullo de la voz de un duende, que desde alguna parte, te susurra al oído: “¿Crees en la magia? Porque la magia existe… mira a tu alrededor y dime si lo que ves no es mágico”, mientras deja en tu mano un trébol fresco y verde de cuatro hojas para desaparecer en una milésima de segundo, antes incluso de ser consciente de lo que te ha sucedido.

O incluso cuando penetra en ti ese canto risueño y armónico que emiten las hadas ensayando una de sus múltiples melodías mientras se divierten en medio de ninguna parte, ajenas al hecho de estar siendo observadas por los ojos de la ilusión de un palpitante corazón humano…



O cuando te quedas muy quieto, en silencio y escuchas el latido palpitante del corazón de la Pachamama. Los tambores de la Tierra sonando rítmicamente desde el mismo centro del planeta. Y sientes esa conexión con el útero, con la matriz de Gaia, con sus raíces, con tus entrañas. Cada pulsación conectada a un linaje que se unen en ti para despertar al indígena, al chamán que duerme, al esenio, al celta, al egipcio, al vikingo… Y lo más primitivo se une a lo más moderno para mostrarte lo más sagrado de tu esencia divina.
 
También cuando sientes la hierba húmeda y esponjosa crecer muy despacio bajo la plantas de los pies, acariciando la piel, cosquilleándola… ¡Oh! ¡Cuántas veces me dejé caer en aquella hierba riendo como una niña!, rindiéndome al placer del momento, sin querer pensar si aquello era o no correcto. Permitiéndome soltar algunas limitaciones mentales, algunos patrones familiares, ancestrales; quizá por primera vez, sobre lo que es correcto o lo incorrecto, o sobre cómo debe o no ser el comportamiento más adecuado de “una dama”…

En Irlanda fui libre por primera vez en mi vida y eso me hizo darme cuenta de cuán atados estamos y cuán dependientes vivimos a las limitaciones impuestas por los demás, por la educación, por nosotros mismos. Pues aún pudiendo hacer lo que quisiera, porque nadie me conocía y mi tiempo allí iba a ser muy breve en comparación con toda una vida, algo dentro de mí me impedía traspasar algunos de esos límites mentales ancestrales. Ahora creo que tal vez fue por una lealtad mal entendida.

Y también detienes el tiempo cuando te permites sentir el sol entibiándote la piel, un sol tenue, tímido, casi siempre escondido entre las nubes. Nubes con las emociones a flor de piel, siempre dispuestas a lloviznar, para regalarte después un precioso arcoíris de colores. Quizá dándonos a entender que cuando somos capaces de superar un obstáculo que nos hace aprender, siempre el Universo nos obsequia con un gran regalo de colores y alegría para bendecir nuestra vida. Con una puerta mágica llena de color que nos reconecta con nuestros orígenes divinos.

Y sentir esa lluvia finita caer sobre ti, esas gotitas algo más que frescas acariciando tu rostro, con los brazos en cruz, mirando al cielo y el chubasquero, medio caído, cubriendo el resto de tu cuerpo, rendición total y absoluta… ¡Qué instante mágico! Todo sentir, todo unión, todo conexión con lo más íntimo y divino que anida en nuestro corazón.



A modo de anécdota contaré que en el lugar donde estuve viviendo el paraguas no era muy efectivo que digamos, ni muy funcional, el constante viento de Portrush y Portstewart no le permitía cumplir con su función. Recuerdo que mi compañera de casa compró varios y siempre acababan volando del revés y ella detrás de ellos. Yo sin embargo, decidí rendirme a sentir esa lluvia más directamente sobre mí. Y fue hermoso aprender a andar bajo la lluvia cubierta tan sólo por un gran chubasquero de colores rosados, morados y amarillos (bien colorida, para no perderme o por si me perdía). Es como si al quitarnos capas el agua pudiera llegar más hondo dentro de nosotros y nos ayuda a limpiarnos más profundamente hasta el punto de poder quedar totalmente desnudos ante la vida, no solo desnudos físicamente (que es un gran ejercicio de aceptación, de reconocimiento y entrega, pero al fin y al cabo relativamente fácil), sino desnudos de Alma, rendidos a lo que somos, a nosotros mismos, sin vergüenza de mostrar nuestro interior tal como es, sin preocuparnos por cómo van a pensar o sentir los demás hacia nosotros al ver tanto lo que hay dentro, como lo que hay fuera.

Aquél fue un tiempo de disfrute y de descubrimientos, descubrí que la soledad es engañosa, no es la ausencia de personas amadas a tu alrededor, sino más bien un estado del alma, y yo, aun estando sola, me sentía libre, feliz y acompañada, tan sólo atada a mis pensamientos limitantes (o principios arraigados, algunos de ellos incluso ancestrales) que me impedían fluir más libremente, como hubiera hecho ahora. Y es que, como ya hemos mencionado, cuesta eliminar el lastre del pasado, separarse de los patrones educativos, familiares y sociales con los que hemos crecido y entender que nada es bueno o malo, sino que todo depende de la actitud que cada cual elija en cada momento de su vida para resolver, de la mejor manera posible, aquello con lo que se encuentra. Porque de lo que trata la vida principalmente es de vivir en paz todos sus acontecimientos y sus momentos. Y cuando te das cuenta que no estás en paz, que te has salido de la paz, es cuando descubres cuál es el trabajo que tienes que hacer contigo mismo. Cada uno de nosotros está viviendo un momento consciencial diferente dependiendo de su estado evolutivo, por tanto, debemos desapegarnos de la crítica y el juicio y aceptar a cada uno como es.

Por otro lado, no debemos olvidarnos de agradecer siempre por la experiencia que la vida nos regala con tanta amabilidad, y que cada uno de nosotros ha de transformar en su aprendizaje, del modo más adecuado y más provechoso posible.

El sentimiento de soledad es superado cuando te das cuenta de que lo mejor que te puede pasar en la vida es aprender a estar contigo mismo y sentirte bien por ello. Así, cuando decidas establecer relaciones con otras personas, tendrás la seguridad de que las buscas por compatibilidad y tus deseos de compartir y hacerte más grande junto a ellas y no por dependencias y/o carencias de aquello que no nos hemos sabido dar a nosotros mismos.

¡Es tan importante dejarnos fluir, permitirnos ser con todas las consecuencias de nuestro SER! ¡A veces somos tan sumamente duros con nosotros mismos! Nos cuesta tanto perdonarnos por lo que consideramos “errores” en lugar de ver en ello aprendizaje, evolución y crecimiento. Y si somos tan insensibles y virulentos con nuestro propio ser ¿cómo podemos dejar de serlo con los demás? Únicamente cuando aprendemos a amarnos, a respetarnos y a perdonarnos a nosotros mismos, somos capaces de ofrecer amor y perdón sinceros al resto del mundo.



Descubrí la importancia de lo sencillo y lo simple y cuánto te pude llegar a enriquecer lo más pequeño que te puedas imaginar. Como aquella tela de araña. Comprendí que realmente de las cosas pequeñas están hechas las cosas grandes y que el tamaño de la grandeza de algo depende de la mente humana y de cómo ésta deforma la percepción de su realidad cuando se centra más en el afuera que en lo que viene desde dentro.

Disfruté cada día de ese pequeño bosque que formaba parte de mi vida, lo disfruté hasta el punto que fue mi primera inspiración para escribir y aún lo recuerdo cada día porque quizá lo que más me enseñó fue a empezar a estar en mí, a disfrutar de mí y de lo que la naturaleza me ofrecía olvidándome del pasado, sin necesidad de crear un futuro, simplemente de vivir aquel momento y atesorarlo en mi corazón para disfrutarlo siempre. Debo reconocer que sigo visitando ese bosque aunque no he vuelto a Irlanda desde entonces. Ese bosque es el lugar preferido al que me dirijo a veces en mis meditaciones. Allí me pierdo y allí vuelvo a encontrarme con lo que soy, con mi esencia divina, es como mi pequeño paraíso personal aquí en la Tierra, mi portal de conexión con ese lugar en las estrellas del que realmente procedo.

Aprendí que no es necesario conocer a alguien realmente para sentir que le “conoces” de toda la vida. Basta una sola mirada, unas pocas palabras, un simple saludo, una sonrisa… para que tu alma recuerde que había pactado ese encuentro y que durante ese momento seréis un apoyo el uno en el otro. Un pacto de almas para vivir sólo aquél momento, aquella estación, aquella experiencia. Pero con un recuerdo que evoca una sonrisa dulce y eterna.

Son tan hermosos todos mis recuerdos… y ahora, después de un tiempo es cuando me doy realmente cuenta de todo lo que aprendí, de todo lo que disfruté en aquella etapa de mi vida que, a la vez que se aleja en el tiempo, se aproxima cada vez más en el recuerdo. Y es que sé que tengo que reconectar de nuevo con aquellos momentos que me llevarán a otros que me están esperando para recuperar dones de otros tiempos.

Para terminar y como una nueva anécdota, os diré a los que no lo sabéis que los irlandeses no tienen por costumbre matar o echar a las arañas de sus hogares, sino todo lo contrario, las arañas son un símbolo de abundancia y prosperidad. Cuando alguna de ellas decide aparecer en un hogar irlandés es más que bienvenida. Tal vez por esa razón, las telas de araña en Irlanda sean mágicas, para mí lo son, son un mandala perfecto tejido con hilos de plata a los que la aurora les regala besos de diamantes para ensalzar su belleza y a mí me enamoran esos pequeños gestos y regalos de la Madre Tierra.

©Paqui Sánchez 

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 ©Ahava Iesu

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