¿Dónde están las monedas?
En una noche cualquiera, una persona, de la que no sabemos si es un hombre
o una mujer, tuvo un sueño. Es un sueño que todos tenemos alguna vez. Esta
persona soñó que en sus manos recibía unas cuantas monedas de sus padres. No sabemos
si eran muchas o pocas, si eran miles, cientos, una docena o aún menos. Tampoco
sabemos de qué metal estaban hechas, si eran de oro, plata, bronce, hierro o
quizá de barro.
Mientras soñaba que sus padres le entregaban estas monedas, sintió espontáneamente
una sensación de calor en su pecho. Quedó invadida por un alborozo sereno y
alegre. Estaba contenta, se llenó de ternura y durmió plácidamente el resto de
la noche.
Cuando despertó a la mañana siguiente, la sensación de placidez y
satisfacción persistía. Entonces, decidió caminar hacia la casa de sus padres.
Y, cuando llegó, mirándolos a los ojos, les dijo:
— Esta noche habéis venido en sueños y me habéis dado unas cuantas monedas
en mis manos. No recuerdo si eran muchas o pocas. Tampoco sé de qué metal
estaban hechas, si eran monedas de un metal precioso o no. Pero no importa,
porque me siento plena y contenta. Y vengo a deciros gracias, son
suficientes, son las monedas que necesito y las que merezco. Así que las
tomo con gusto porque vienen de vosotros. Con ellas seré capaz de recorrer
mi propio camino.
Al oír esto, los padres, que como todos los padres se engrandecen a
través del reconocimiento de sus hijos, se sintieron aún más grandes y
generosos. En su interior sintieron que aún podían seguir dando a su hijo, porque
la capacidad de recibir amplifica la grandeza y el deseo de dar. Así,
dijeron:
— Ya
que eres tan buen hijo puedes quedarte con todas las monedas, puesto que te
pertenecen. Puedes gastarlas como quieras y no es necesario que nos las devuelvas. Son tú legado, único y personal.
Son para ti.
Entonces este hijo se sintió también grande y pleno. Se percibió completo y
rico y pudo dejar en paz la casa de sus padres. A medida que se alejaba, sus
pies se apoyaban firmes sobre la tierra y andaba con fuerza. Su cuerpo también
estaba bien asentado en la tierra y ante sus ojos se abría un camino claro y un
horizonte esperanzador.
Mientras recorría el camino de la vida, encontró distintas personas con las
que caminaba lado a lado. Se acompañaban durante un trecho, a veces más largo o
más corto, otras veces estaban con él durante toda la vida. Eran sus socios,
sus amigos, parejas, vecinos, compañeros, colaboradores e incluso sus
adversarios. En general, el camino resultaba sereno, gozoso, en sintonía con su
espíritu y su naturaleza personal. Tampoco estaba exento de los pesares
naturales que la vida impone. Era el camino de su vida.
De vez en cuando esta persona volvía la vista atrás hacia sus padres y
recordaba con gratitud las monedas recibidas. Y cuando observaba el transcurso
de su vida, miraba a sus hijos o recordaba todo lo conseguido en el ámbito
personal, familiar, profesional, social o espiritual, aparecía la imagen de sus
padres y se daba cuenta de que todo aquello había sido posible gracias a lo
recibido de ellos y que con su éxito y logros les honraba.
Se decía a sí mismo: «No hay mejor fertilizante que los propios
orígenes», y entonces su pecho volvía a llenarse con la misma sensación
expansiva que le había embargado la noche que soñó que recibía las monedas.
Sin embargo, en otra noche cualquiera, otra persona tuvo el mismo sueño, ya
que tarde o temprano todos llegamos a tener este sueño. Venían sus padres y en
sus manos le entregaban unas cuantas monedas. En este caso tampoco sabemos si
eran muchas o pocas, si eran miles, unos cientos, una docena o aún menos. No
sabemos de qué metal estaban hechas, si de oro, plata, bronce, hierro o quizás
de barro…
Al soñar que recibía en sus manos las monedas de sus padres sintió
espontáneamente un pellizco de incomodidad. La persona quedó invadida por una
agria inquietud, por una sensación de tormento en el pecho y un lacerante
malestar. Durmió llena de agitación lo que quedaba de noche mientras se
revolvía encrespada entre las sábanas.
Al despertar, aún agitada, sentía un fastidio que parecía enfado y enojo,
pero que también tenía algo de queja y resentimiento. Quizá lo que más reinaba
en ella era la confusión y su cara era el rostro del sufrimiento y de la
disconformidad. Llena de furia y con un ligero tinte de vergüenza, decidió
caminar hacia la casa de sus padres.
Al llegar allí, mirándolos de soslayo les dijo:
— Esta noche habéis venido en sueño y me habéis dado unas cuantas monedas.
No sé si eran muchas o pocas. Tampoco sé de qué material estaban hechas, si
eran de un metal precioso o no. No importa, porque me siento vacía, lastimada y
herida. Vengo a decirles que vuestras monedas no son buenas ni suficientes. No
son las monedas que necesito ni son las que merezco ni las que me corresponden.
Así que no las quiero y no las tomo, aunque procedan de ustedes y me lleguen a
través vuestro. Con ellas mi camino sería demasiado pesado o demasiado
triste de recorrer y no lograría ir lejos. Andaré sin vuestras monedas.
Y los padres que, como todos los padres, empequeñecen y sufren cuando no
tienen el reconocimiento de sus hijos, aún se hicieron más pequeños. Se
retiraron, disminuidos y tristes, al interior de la casa. Con desazón y congoja
comprendieron que todavía podían dar menos a este hijo porque ante la dificultad
para tomar y recibir, la grandeza y el deseo de dar se hacen pequeñas y
languidecen. Guardaron silencio, confiando en que, con el paso del tiempo y
la sabiduría que trae consigo la vida, quizá se pudieran llegar a enderezar los
rumbos fallidos del hijo.
Es extraño lo que ocurrió a continuación. Después de haber pronunciado
estas palabras ante los padres en respuesta a su sueño, este hijo se sintió
impetuosamente fuerte, más fuerte que nunca. Se trataba de una fuerza
extraordinaria. Se había encarnado en él la fuerza feroz, empecinada y hercúlea
que surge de la oposición a los hechos y a las personas. No era una fuerza
genuina y auténtica como la que resulta del asentimiento a los hechos y que
está en consonancia con los avatares de la vida, pero la fuerza era intensa.
Sin ninguna serenidad interior, aquella persona abandonó la casa de los
padres diciéndose a sí misma:
— Nunca más.
Impetuosamente fuerte, pero también vacía, huérfana y necesitada, aún
queriéndolo y deseándolo, no lograba alcanzar la paz.
A medida que la persona se alejaba de la casa de sus padres sentía que sus
pies se elevaban unos centímetros por encima de la tierra y que su cuerpo, un
tanto flotante, no podía caerse por su propio peso real. Pero lo más relevante
ocurría en sus ojos: los abría de una manera tan particular que parecía que
miraba siempre lo mismo, un horizonte fijo y estático.
La persona desarrolló una sensibilidad especial. Así, cuando encontraba a
alguien a lo largo de su camino, sobre todo si era del sexo opuesto, esta sensibilidad
le hacía contemplarlo con una enorme esperanza, la que, sin darse cuenta le
llevaba a preguntarse:
— ¿Será esta persona la que tiene la monedas que merezco, necesito y me
corresponden, las monedas que no tomé de mis padres porque no supieron dármelas
de la manera justa y conveniente? ¿Será esta la persona que tiene aquello
que merezco?
Si la respuesta que se daba a si misma era afirmativa, resultaba
fantástico. A esto, algunos lo denominan enamoramiento. En esos momentos sentía
que todo era maravilloso. No obstante, cuando el enamoramiento acababa
convirtiéndose en una relación y la relación duraba lo suficiente, la
persona generalmente descubría que el otro no tenía lo que le faltaba, aquellas
monedas que no había tomado de sus padres.
— ¡Qué pena!, se decía y se quejaba amargamente de su mala suerte, culpando
al destino de ello.
A esto lo llaman desengaño y esta persona se sentía sometida a un
tormento emocional que tomaba la forma de desesperación, desazón, crisis,
turbulencia, enfado, frustración…
Por suerte, o no, en este momento podía estar esperando a un hijo y la
desazón se volvía más dulce y esperanzadora, más atemperada. Entonces la
pregunta volvía a su inconsciente:
— ¿Será este hijo que espero, tan bien amado, quien tiene las monedas
que merezco, que necesito y que me corresponden y que no tomé de mis padres
porque no supieron dármelas de la manera justa y conveniente? ¿Será este
ser el que tiene aquello que merezco?
Cuando se contestaba de nuevo que sí, era maravilloso, formidable y
empezaba a sentir un vínculo especial con ese hijo, un vínculo asombroso,
muy estrecho, lleno de expectativas y anhelos.
Pero si pasa el tiempo suficiente la mayoría de los hijos desean tener una
vida propia y saben que tienen propósitos de vida propios e independientes de
sus padres. Entonces, aunque aman a sus padres y desean hacer lo mejor para
ellos, la presión de tener vida propia resulta exigente, imperiosa y tan
arrolladora como la sexualidad.
Así es como, de nuevo, esta persona comprende un día que tampoco su hijo
tiene las monedas que necesita, merece y le corresponden. Sintiéndose más
vacía, huérfana y desorientada que nunca entra en crisis y desesperación.
Enferma. Ahora tiene entre 40 y 50 años, la fase media de la vida. Ahora ningún
argumento la sostiene ya, ninguna razón la calma. Es su “cata-crac” y
grita:
— ¡A Y U D A!
¡Hay tanta urgencia en su tono de voz! ¡Su rostro está tan desencajado!
Nada la calma, nada puede sostenerla.
Y… ¿qué hace? Va al terapeuta.
El terapeuta la recibe pronto, la mira profunda y pausadamente y le dice:
— Yo no tengo las monedas.
Hay dos clases de terapeutas: los que piensan que tienen las monedas y los
que saben que no las tienen.
El terapeuta ha visto en sus ojos que sigue buscando las monedas en el
lugar equivocado y que le encantaría equivocarse de nuevo. El terapeuta sabe
que las personas quieren cambiar, pero les cuesta dar su brazo a torcer, no
tanto por dignidad sino por tozudez y costumbre.
Él piensa: “Amo y respeto mejor a mis pacientes cuando puedo hacerlo con
sus padres y con su realidad tal como es. Los ayudo cuando soy amigo de las
monedas que les tocan, sean las que sean.”
El terapeuta añade: “Yo no tengo las monedas pero sé dónde están y
podemos trabajar juntos para que también tú descubras dónde están, cómo ir
hacia ellas y tomarlas.”
Entonces el terapeuta trabaja con la persona y le enseña que durante muchos
años ha tenido un problema de visión, un problema óptico, un problema de
perspectiva. Ha tenido dificultades para ver claramente. Sólo se trata de eso.
El terapeuta le ayuda a reenfocar y a modular su mirada, a percibir la
realidad de otra manera, desde una perspectiva más clara, más centrada y más
abierta a los propósitos de la vida. Una manera menos dependiente de los
deseos personales del pequeño “yo” que trata de gobernarnos.
Un día, mientras espera a su paciente, el terapeuta piensa que está listo y
que debe decirle, por fin y claramente, dónde están las monedas. Y este mismo
día, como por arte de birlibirloque, llega el paciente. Tiene otro color de
piel, las facciones de su rostro se han suavizado y comparte su descubrimiento:
— Sé dónde están las monedas. Siguen con mis padres.
Primero solloza, luego llora abiertamente. Después surge el alivio, la paz
y la sensación de calor en el pecho. ¡Por fin!
Durante el trabajo terapéutico ha atravesado las purulencias de sus
heridas, ha madurado en su proceso emocional y ha reenfocado su visión. Ahora
se dirige de nuevo, como lo hizo hace tantos años atrás a la casa de sus
padres.
Los mira a los ojos y les dice:
— Vengo a deciros que estos últimos diez, veinte o treinta años de mi vida
he tenido un problema de visión, un asunto óptico. No veía claramente y lo
siento. Ahora puedo ver y vengo a deciros que aquellas monedas que recibí de
vosotros en sueños son las mejores monedas posibles para mí. Son suficientes y
son las monedas que me corresponden. Son las monedas que merezco y las
adecuadas para que pueda seguir. Vengo a daros las gracias. Las tomo
con gusto porque vienen de vosotros y con ellas puedo seguir andando mi propio
camino.
Ahora los padres, que como todos los padres se engrandecen a través del
reconocimiento de sus hijos, vuelven a florecer y el amor y la generosidad
fluyen de nuevo con facilidad. Así el hijo ahora es plenamente hijo, porque puede
tomar y recibir.
Los padres le miran sonrientes, con ternura y contestan:
— Ya que eres tan buen hijo puedes quedarte con todas las monedas, puesto
que te pertenecen. Puedes gastarlas como quieras y no es necesario que
nos las devuelvas. Son tú legado, único, propio y personal, para ti. Puedes
tener una vida plena.
Ahora este hijo se siente grande y pleno. Se percibe completo y rico y puede,
por fin, dejar la casa de los padres con paz. A medida que se aleja siente
sus pies firmes pisando el suelo con fuerza, su cuerpo también está asentado en
la tierra y sus ojos miran hacia un camino claro y un horizonte esperanzador.
Resulta extraño: ha perdido esa fuerza impetuosa que se nutría del
resentimiento, del victimismo o del exceso de conformidad. Ahora tiene una
fuerza simple y tranquila, una fuerza natural.
Recorriendo el camino de su vida encontraba con frecuencia otra personas
con las que caminaba lado a lado como acompañantes durante un techo, a veces
largo, a veces corto, a veces durante toda la vida. Socios, amigos, parejas,
vecinos, compañeros, colaboradores, incluso adversarios. En general se trataba
de un camino sereno, gozoso, en sintonía con su espíritu y con su naturaleza
personal. Tampoco estaba exento de los pesares naturales que la vida impone. Era el camino de su vida.
Un día se acercó a la persona de la que se enamoró pensando que tenía las
monedas y también les dijo:
— “Durante mucho tiempo he tenido un problema de visión y ahora que veo
claro te digo: Lo siento, fue demasiado lo que esperé. Fueron demasiadas
expectativas y sé que esto fue una carga demasiado grande para ti y ahora lo
asumo. Me doy cuenta y te libero. Así el amor que nos tuvimos puede
seguir fluyendo. Gracias. Ahora tengo mis propias monedas.”
Otro día va a sus hijos y les dice:
— Podéis tomar todas las monedas de mí, porque yo soy una persona rica y
completa. Ahora que he tomado las mías de mis padres. Entonces los hijos se
tranquilizan y se hacen pequeños respecto a él y están libres para seguir su
propio camino tomando sus propias monedas.
Al final de su largo camino se sienta y mira aún más allá. Hace un repaso a
la vida vivida, a lo amado y a lo sufrido, a lo construido y a lo maltrecho. A
todo y a todos logra darles un buen lugar en su alma. Los acoge con dulzura y
piensa:
— Todo tiene su momento en el vivir: el momento de llegar, el momento de
permanecer y el momento de partir. Una mitad de la vida es para subir la
montaña y gritar a los cuatro vientos: “Existo”. Y la otra mitad es para el
descenso hacia la luminosa nada, donde todo es desprenderse, alegrase y
celebrar.
La vida tiene sus asuntos y sus ritmos sin dejar de ser el sueño que
soñamos.
Desconozco el autor
© Fran S
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