EL
SENTIDO DE SENTIR
CONTRA EL DOLOR Y LA TRAICIÓN:
PERDÓN
Es difícil entender qué le pasa por la cabeza a alguien que en nombre de una ideología política pone una mina antipersonal en un camino por donde transitan niños; o para someter al secuestro a otro ser humano. Tampoco se comprende qué le sucede a una persona que usa su condición de miembro de familia para abusar sexualmente de una pariente menor de edad o para estafar a sus hermanos o primos. Frente a estas circunstancias, lo primero que sentimos es horror y quedamos sin palabras. ¿Qué clase de seres humanos son estos? ¿En qué mundo estamos?
La respuesta tiene que ver con el manejo y el origen
del dolor. Todos sabemos que el dolor forma parte de nuestras vidas.
Reconocemos que hay dolores inevitables, como el que se siente cuando se pierde
a un ser querido o cuando un fenómeno natural actúa con todo su poder sembrando
desolación. Pero también notamos que hay dolores evitables, injustificables.
Por ejemplo, muchas personas sufren por razón de su condición social o racial; otros por las pautas educativas de su familia; no pocos por quedar atrapados en medio de conflictos armados nacionales o internacionales. Todos sin embargo comparten algo: ven cómo sus vidas se alejan del camino esperado y recorren senderos que los conducen hacia la indignidad.
Algunos, claro, son capaces de retomar las riendas de sus vidas, de mantener sus acciones dentro del ámbito de lo ético. Estos buscarán los medios para perdonar, es decir, para dejar el pasado en el pasado y así limpiar su presente. Otros, en cambio, atrapados en su pasado, cargados con emociones y experiencias negativas, abandonan el imperativo ético de la convivencia humana, que en palabras del conocido epistemólogo H. Von Foester, no es otro que actuar de tal manera que aumentemos las posibilidades de elección del otro, para escoger el sendero de la crueldad y la venganza.
En la consulta un hombre, aterrorizado con su propia conducta, empezó por describirse usando la célebre anécdota del alacrán y la rana. Se pintaba como igual al alacrán, que después de haber convencido a la rana de que no la picaría si lo ayudaba a atravesar el río, al llegar a la otra orilla sin explicación ni remordimiento alguno, la picó. “¿Por qué?” le preguntó la rana asombrada. Y sin voltearse el alacrán apenas dijo, “porque soy así”. Agregaba mi paciente que, como en ese relato, su vida era una sucesión interminable de traiciones que él perpetraba contra todo aquel que se atreviera a ayudarlo, no importa si era su esposa, hijos, suegros, padres, jefes o amigos.
La lista de las traiciones parecía infinita. Había comenzado por robar objetos y dinero en la casa de sus padres. Posteriormente había estafado jefes y amigos, engañado a su esposa, abusado sexualmente de algunas niñas. Finalmente, la incapacidad de hacer frente a su descalabro económico lo había llevado a un fallido intento de suicidio y en este estado, había sido remitido a la consulta. Su patrón de vida podría describirse como una adicción a la traición.
Al preguntarle si él tenía alguna idea de cómo se había convertido en alacrán, como él mismo decía, relató que en su familia de origen su padre usaba el castigo físico para reprenderlo. También recordó que su madre era sobreprotectora y manipuladora. Sin embargo, le planteé que esa historia me permitía entender el dolor y la rabia, pero no me explicaba como él había llegado a permitirse traicionar, a sentir que tenía ese singular derecho.
Entonces recordó que él era necio, pero que en muchas oportunidades él pagaba por las travesuras de sus hermanos que permitían que sus padres lo castigaran a él a pesar de saberlo inocente, pues la frase del padre era: “si ninguno habla y cuenta lo que pasó, le pegamos ya saben a quién”.
Con este recuerdo se hizo claro cómo en su familia la traición de sus hermanos con la complicidad del padre, era una costumbre normal. Así, él había vivido dolor sin justificación, perpetrado por los seres encargados de cuidarle. Entonces, no sabía cómo crear oportunidades de elección y libertad y ante la imposibilidad de vivir lo ético, la crueldad y la traición surgieron como formas de relación. No percibía el dolor que generaba. En realidad sólo se angustiaba cuando la consecuencia negativa recaía sobre él.
Cuando enfrentamos un dolor inevitable buscamos nuestra fuerza interna y lo superamos. Cuando, ocasionalmente padecemos un dolor injustificable, acudimos a nuestra red afectiva, aquellas personas que amamos y nos aman, para recuperar la confianza. Pero, cuando el dolor injustificable se convierte en una forma de vida familiar, se pierden, junto con la esperanza, los límites entre el bien y el mal. La traición no puede formar parte de vida diaria de las familias, si queremos construir un mundo con conciencia ética, esto es uno donde la gente pueda reconocer el daño hecho a otro y distinguir entre el bien y el mal
Por ejemplo, muchas personas sufren por razón de su condición social o racial; otros por las pautas educativas de su familia; no pocos por quedar atrapados en medio de conflictos armados nacionales o internacionales. Todos sin embargo comparten algo: ven cómo sus vidas se alejan del camino esperado y recorren senderos que los conducen hacia la indignidad.
Algunos, claro, son capaces de retomar las riendas de sus vidas, de mantener sus acciones dentro del ámbito de lo ético. Estos buscarán los medios para perdonar, es decir, para dejar el pasado en el pasado y así limpiar su presente. Otros, en cambio, atrapados en su pasado, cargados con emociones y experiencias negativas, abandonan el imperativo ético de la convivencia humana, que en palabras del conocido epistemólogo H. Von Foester, no es otro que actuar de tal manera que aumentemos las posibilidades de elección del otro, para escoger el sendero de la crueldad y la venganza.
En la consulta un hombre, aterrorizado con su propia conducta, empezó por describirse usando la célebre anécdota del alacrán y la rana. Se pintaba como igual al alacrán, que después de haber convencido a la rana de que no la picaría si lo ayudaba a atravesar el río, al llegar a la otra orilla sin explicación ni remordimiento alguno, la picó. “¿Por qué?” le preguntó la rana asombrada. Y sin voltearse el alacrán apenas dijo, “porque soy así”. Agregaba mi paciente que, como en ese relato, su vida era una sucesión interminable de traiciones que él perpetraba contra todo aquel que se atreviera a ayudarlo, no importa si era su esposa, hijos, suegros, padres, jefes o amigos.
La lista de las traiciones parecía infinita. Había comenzado por robar objetos y dinero en la casa de sus padres. Posteriormente había estafado jefes y amigos, engañado a su esposa, abusado sexualmente de algunas niñas. Finalmente, la incapacidad de hacer frente a su descalabro económico lo había llevado a un fallido intento de suicidio y en este estado, había sido remitido a la consulta. Su patrón de vida podría describirse como una adicción a la traición.
Al preguntarle si él tenía alguna idea de cómo se había convertido en alacrán, como él mismo decía, relató que en su familia de origen su padre usaba el castigo físico para reprenderlo. También recordó que su madre era sobreprotectora y manipuladora. Sin embargo, le planteé que esa historia me permitía entender el dolor y la rabia, pero no me explicaba como él había llegado a permitirse traicionar, a sentir que tenía ese singular derecho.
Entonces recordó que él era necio, pero que en muchas oportunidades él pagaba por las travesuras de sus hermanos que permitían que sus padres lo castigaran a él a pesar de saberlo inocente, pues la frase del padre era: “si ninguno habla y cuenta lo que pasó, le pegamos ya saben a quién”.
Con este recuerdo se hizo claro cómo en su familia la traición de sus hermanos con la complicidad del padre, era una costumbre normal. Así, él había vivido dolor sin justificación, perpetrado por los seres encargados de cuidarle. Entonces, no sabía cómo crear oportunidades de elección y libertad y ante la imposibilidad de vivir lo ético, la crueldad y la traición surgieron como formas de relación. No percibía el dolor que generaba. En realidad sólo se angustiaba cuando la consecuencia negativa recaía sobre él.
Cuando enfrentamos un dolor inevitable buscamos nuestra fuerza interna y lo superamos. Cuando, ocasionalmente padecemos un dolor injustificable, acudimos a nuestra red afectiva, aquellas personas que amamos y nos aman, para recuperar la confianza. Pero, cuando el dolor injustificable se convierte en una forma de vida familiar, se pierden, junto con la esperanza, los límites entre el bien y el mal. La traición no puede formar parte de vida diaria de las familias, si queremos construir un mundo con conciencia ética, esto es uno donde la gente pueda reconocer el daño hecho a otro y distinguir entre el bien y el mal
María Antonieta Solórzano
María Antonieta atiende consulta
individual y realiza otras actividades relacionadas con su práctica profesional
según se le solicite. Para mayor información, por favor escribe a: mariaantonieta.solorzano@gmail.com
Publicado originalmente en El Espectador.com
© Fran S
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