Unos
días antes de la entrada del solsticio empieza a sentirse ese cambio tan
característico en la intensidad de la luz.
Cada estación se define y cambia por la intensidad de la luz. En
invierno la luz es más apagada, menos luminosa, más tenue, incluso más melosa,
tal vez menos viva. Seguramente esta disminución de la luz y su intensidad,
rinden culto a esta nueva estación que está gestándose. La oscuridad simboliza
el letargo, el reposo, el recogimiento, la hibernación e incluso la propia
muerte y fin del ciclo que volverá a dar inicio a la vida.
Esta luz tenue que envuelve nuestros fríos días, nos regala una estampa singular. Esos extremadamente helados dedos invernales van dejando estelas blancas e impolutas vistiendo de blanco inmaculado los parajes, los bosques, los campos y las ciudades. Es el retorno de la oscuridad, es la vuelta al vientre materno que nos brinda la oportunidad de reencontrarnos con nosotros mismos, con esa semilla que somos y, durante este período de recogimiento y descanso, recibimos el regalo del invierno, tiempo, tiempo para elegir qué semilla queremos hacer eclosionar en primavera para empezar a alimentarla y darle calor y sostén para hacerla crecer feliz y llena de esplendor.
Para los pueblos antiguos el invierno era una época del año extremadamente dura y aún hoy día sigue siéndolo en algunas partes del mundo. El Sol se alejaba de la Tierra para dejarla envuelta en sombras y el calor daba paso al frío invernal. La oscuridad traía consigo la merma paulatina de alimentos, pues los campos quedaban desprovistos de cultivos, agotados y yermos y el invierno era largo, frío y con noches interminablemente largas y numerosas. Y así, se iban agotando los víveres que se habían guardado con tanto esmero durante el verano y el otoño.
Para paliar la falta de sol, se
prendían troncos para mantenerse calientes y recordar que pese la dificultad que entrañarían los días venideros, la luz volvería a ganar la batalla a la oscuridad y
el Sol retornaría renovado y cargado de fuerza para despertar de nuevo a la
Tierra y llenarla de vida y energía. El elemento fuego además de dar luz y
calor, también alejaba a los espíritus malignos y mantenía la unión de la
familia a su alrededor, momentos que se aprovechaban para contar historias y relatar
leyendas.
No
recuerdo exactamente en qué momento de mi vida empecé a sentirme parte de los
ciclos de la naturaleza, quizá cuando pasaba todo mi tiempo libre en los
bosques de Irlanda, tal vez desde que nací o puede que incluso antes de llegar
aquí. Lo que sí sé es que desde que me siento parte de la naturaleza y de sus
ciclos, desde que vivo cada estación y le permito ser en mí, me siento más
conectada con todo cuanto me rodea, me siento parte del todo y percibo al todo
habitando en mí, latiendo en mi interior. Soy capaz de sentir y apreciar cada pequeño cambio en la
naturaleza y siento que la gratitud rebosa en mi pecho y se expande sin límite.
La
vida se gesta en invierno, cuando todo duerme y el único sonido plausible es el
ulular del viento que se cuela entre las ramas desnudas de los árboles, a veces
roto por el graznido de algún cuervo que nos recuerda que no estamos realmente
muertos, sino en reposo, en silencio, reconstruyéndonos. Un reposo que pone fin
y a su vez es el inicio de un nuevo ciclo de la naturaleza.
Los
árboles y arbustos de hoja perenne se convirtieron en una esperanza de vida entre
aquellas culturas antiguas que se quedaban maravilladas ante el verdor de las
hojas y los frutos rojos de los mismos. Los convirtieron en símbolos de
esperanza, protección y vida. Como una semillita de luz que titilaba en lo más íntimo
y sagrado de los corazones, esa tímida llamita prendida que mantenía la ilusión
y la confianza de que el Sol volvería para calentar la Tierra y con él la luz brillaría
de nuevo más fuerte e intensa que nunca.
Los
árboles, despojados por completo de sus hojas, sin miedo ni vergüenza a revelarse
sin ropa nos siguen sorprendiendo con su maestría. Como si fueran esqueletos
van dibujando siluetas en el horizonte y con sus dedos extendidos, acarician el
cielo mecidos por los gélidos vientos del invierno. En sus ramas desnudas se
van posando los pajarillos que resisten las mañanas heladas y las noches frías del invierno.
Nos
muestran que no están asustados por lo que dejaron ir, soltaron sus hojas con
alegría porque recordaba que estas volverían a brotar cuando la estación fría llegara
a su fin, la nieve se convirtiera en agua cantarina y los gélidos vientos de
norte dejaran de soplar para tornarse en cálidas brisas marinas.
Las
briznas de hierba que cubren el manto de la Madre Tierra amanecen cubiertas de perladas
gotas escarchadas. En latitudes más altas de climas fríos, las temperaturas
caen drásticamente y todo está cubierto con una gruesa capa de nieve blanca. Cuanta
más nieve haya, mejor será el despertar de la primavera, mejores cosechas se augurarán,
mayor esplendor llenará a la Tierra.
Sí,
el invierno ya está aquí. Nos viene avisando desde hace días. Nos cubrimos con
ropas de abrigo y calentamos nuestras manos alrededor de una buena taza de café
o té o hiervas medicinales que nos darán calor y reconfortarán el cuerpo
destemplado.
Caminemos
despacio, en silencio, a ese encuentro con la esencia de todo cuanto sigue
latiendo en el corazón de la Madre Tierra. Aprovechemos las pocas horas de sol
que el invierno nos regala para recoger la luz necesaria que precisaremos
cuando nos sentemos al lado de nuestras sombras para comprenderlas e
iluminarlas. Arduo trabajo, como duro se muestra el invierno.
Es
tiempo de reencontrarnos con la calidez que anida en nuestro interior, con la
luz que somos. Para poder ver la luz, necesitamos rodearnos de oscuridad. Sincerándonos
con nosotros mismos y sabiendo que eso que no nos gusta de nosotros forma parte
de lo que somos y que en nuestro poder está decidir transformarlo en algo
mejor. Solo quien llega a conocerse a si mismo alcanza el Nirvana y se libera de
todo aquello que le impide volar.
Es momento de recordar que las semillas, alojadas en la oscuridad del vientre de la Madre Tierra, comienzan su lento proceso de germinación, que las llevará de la oscuridad más absoluta y necesaria para desarrollarse adecuadamente, a su espectacular eclosión con la llegada de la primavera. Cuando aumenta la luz del Sol y su cercanía a la Tierra, el hielo se convierte de nuevo en agua y la vida emerge una vez más llena de tiernos brotes verdes.
Haz
como la Madre Naturaleza, no te resistas a los cambios, acepta tu
transformación. Descansa, interioriza, dedícate tiempo de calidad para
descubrirte, para estar contigo, para abrazarte y acunar tus sombras.
Permite
que cada invierno geste una nueva versión de ti, más auténtica, más pura, más
luminosa y brillante.
Disfruta
de tu invierno, recuerda cerrar los ciclos abiertos para que no te quedes
viviendo en un invierno eterno y, cuando llegue la primavera, puedas florecer
de nuevo y brillar con toda tu luz y esplendor.
Sé inmensamente feliz.
©Paqui Sánchez